jueves, 6 de diciembre de 2012

NOCHEBUENA EN LAS INDIAS

-Llénalo tú. Yo tengo varios y tú solo traes uno. Tendrás prisa.
Jeremías había esperado, como en los últimos años, hasta última hora de la tarde de tan señalado día para dirigirse al pilar en busca de agua. No quería que la jornada se le hiciera larga e intentaba mantener ocupado el mayor tiempo posible.
Hasta el sol parecía haberse querido retirar antes de tiempo, como si le esperaran en casa para comenzar la opulenta cena astral. Y con su repliegue, como queriendo contribuir a realzar la magnificencia de la cita, había dado paso al control de la oscuridad por parte de la colorista luminotecnia que pendía de las balconadas del pueblo.
El silencio del lugar tan solo era roto con el retumbo que producía el llenado del cacharro, que a medida que iba saciando su sed, el cosquilloso sonido se hacía más agudo y más penetrante. Pronto el rebose por la embocadura de la garrafa indicaba el final de la operación de llenado. Era hora de correr a casa. La cena estaba sobre la mesa.
-Gracias Jeremías, ya casi no llego.
Sara portaba de vuelta a casa, sobre un grueso paño blanco postrado sobre su cabeza, un enorme cántaro que pronto daría de beber a sus hermanos en la cena de Nochebuena. Para sus padres quedaría algo de licor. Para todos, alguna copilla de anís pasado el postre. El aguardiente se reservaba para alguna visita posterior al oficio religioso de la noche, cuando su casa se llenara de otros familiares en busca de un lugar común de reunión donde compartir una buena conversación, risas, algún que otro canto, y sobre todo, el calor que ofrecía la familia en tan hogareña jornada.
Sara se había demorado en su tarea y ya se le hacía tarde. Había estado correteando con sus amigas por las calles del pueblo, riendo, y chillando, y cantando, algo que parecía ya impropio para su edad. Pero era de entender. Cada año, en esta fecha, se impregnaba cada esquina de la localidad con un desarrollo casi irracional de la felicidad. El júbilo, ora contenido ora extremo, gozaba del albedrío de las gentes. Era Navidad.
La celeridad del paso en su vuelta a casa apenas duró unos metros. De repente paró su caminata. Volvió la vista atrás. Los últimos rayos del horizonte aún le permitieron ver la silueta de Jeremías postrado sobre el pilar, adecuando la boca de un botijo al chorrito de agua que manaba del manantial. Sintió algo de lástima. Se arrepintió de haberla tenido. Pensó.
Jeremías hacía algunos años que había quedado solo. Una fatalidad lo había condenado a prescindir del cariño de los seres más queridos. Y Sara sintió tanta tristeza en aquel momento como Jeremías el día en el que el destino le mostró la condena de la soledad.
-¿Has olvidado algo?¿El corcho del cántaro?
Jeremías casi intuía la reacción de Sara con su vuelta. La celeridad de su salida a casa contrastaba con la parsimonia en su vuelta al pilar. Sabía que no volvía por un olvido, sino por alguna palabra que le ofreciera sosiego a la tristeza que estaba sintiendo. A través de una extraña empatía, aquel joven sabía que su efímera acompañante de Nochebuena volvía para consolarlo de alguna manera. Y acertó.
-Eeeeh…a mi padre no le importará que cenes esta noche con nosotros….y mi madre….bueno, mi madre seguro que ha hecho comida demás. Pensaba que vendrían a cenar los tíos y al final no los esperamos hasta más tarde. ¿Vendrás?
Jeremías había sentido el calor de sus vecinos desde siempre. Y la noche de Nochebuena, ya fueran por los motivos que fueran, aún más. Pero las palabras de aquella niña lo llenaron de gozo, hasta el punto de generar en sus impertérritos ojos una venturosa lágrima.
Realmente Jeremías no necesitaba ninguna compañía aquella noche, porque era igual que la anterior y sería igual que la siguiente. La soledad ni le entristecía ni le apenaba. Era su compañera de camino. Había logrado convivir con ella después de pelear contra la nada. La soledad era él, y él disponía de ella a su antojo.
Jeremías había estado caminando toda la tarde por las calles del pueblo. Disfrutaba  observando cómo la Navidad se colaba en cada rincón. Las calles estaban a rebosar de gente realizando las últimas compras para la cena; el ambiente se impregnaba del olor de los guisos que adornarían la mesa en la noche; en el enorme Belén de la parroquia se colocaban las últimas ramas de mortiño y charneca. Había compartido tiempo con sus amigos. Había reído y había disfrutado. Su Nochebuena había comenzado mucho antes que la del resto. Y ya se sentía saciado. No deseaba nada más. No anhelaba nada más. No añoraba lo que la costumbre decidía para todos, porque él era dueño de su felicidad. Y era muy dichoso.
Sara no entendía aquello y quería acercarle a su mundo, al mundo de la realidad que ella había estado acostumbrada a vivir. Y si alguien está fuera de esa realidad, la tristeza ajena te embarga. Y a Sara, ver a Jeremías llenando cántaros y cántaros de agua en la oscuridad de esa noche la estaba desolando. No lo entendía.
Jeremías esbozó una resplandeciente sonrisa ante la actitud de su visitadora. Se sintió tan afortunado como el que más, como cualquier otro que en esa noche se sintiera arropado por cientos, por miles de seres queridos ante una mesa repleta de generosas viandas. Aquella Nochebuena se alimentó con las palabras que le ofreció aquella niña.
-Tus padres te estarán echando de menos, Sara. Ahora debes ir con ellos que la noche lo requiere.
Sara amagó de nuevo. La tristeza aún no la había abandonado. Convencida de que aquella Nochebuena no sería feliz sin la presencia de Jeremías, de nuevo balbuceó las primeras palabras. Jeremías le sonrió.
Paradójicamente era la niña la que parecía no ser feliz en aquel momento, cuando se disponía a gozar de la compañía de todos, cuando la Navidad aparecía como cada año en forma de suculenta cena alrededor de una mesa con los suyos. Y Jeremías, aquel muchacho que se encontraba sin nadie, sin más compañía que su soledad, se sentía tan dichoso como el que más. Los papeles cambiados dentro de la lógica. Pero la lógica pierde valor cuando se enfrenta al corazón. Y Jeremías desbordaba toda lógica.
-Gracias Sara. Esta noche ya me has hecho feliz.
La niña sintió que Jeremías decía la verdad, que sería realmente feliz aquella Nochebuena. Sintió que sería feliz como cada noche que se apoyaba en el quicio de su puerta y escuchaba el murmullo del pueblo.
No mediaron más palabras. Sara le devolvió una sonrisa de complicidad. Giró con destreza, sin derramar una gota de su cántaro, y volvió sobre sus pasos a casa. Volvía feliz, deseando encontrarse con los suyos y satisfecha de dejar a Jeremías con sus pensamientos. Su soledad no era tan desdichada. Sabía que tenía a la gente de su pueblo que velaba por él.
-Sara! Gracias!
Ya iba por el tercer cántaro. A lo lejos, comenzó a escuchar los primeros villancicos de la Nochebuena. De nuevo sonrió.

Primer Premio "Cuento de Navidad" Ayto Zalamea la Real. Año 2008

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